Lo normal es que un aplauso dure uno, dos e incluso tres minutos. En el año 1998 el público asistente en la Ópera de Berlín homenajeó al tenor Luciano Pavarotti con un aplauso de una hora y siete minutos, hecho que fue recogido en el Libro Guinness de los Récords. Pero esto, repito, no es lo normal.
¿Qué llevaría al público asistente a realizar aquella acción?
Suele aplaudirse por aprobación, por gratitud o por la emoción ante un hecho que nos ha removido algo por dentro que debemos dejar aflorar en forma de aplauso. Detenerse en qué tipo de cosas pueden desencadenar un aplauso, es un trabajo abocado al infinito y a la heterogeneidad más absoluta. No obstante, existen unos elementos comunes, llamémosle valores universales, que con total seguridad aparecerían encabezando la mayoría de estas listas: la solidaridad, la integración, la paz, la colaboración, la tolerancia, la educación y un largo etcétera.
En un aplauso también interviene el factor de la persona/s a la que va dirigido. Aunque nazca en un mismo marco y bajo una misma justificación o pretexto, dependiendo quién haya hecho el qué, el aplauso será más o menos "sentido" según nuestro grado de afinidad o simpatía por aquella/s persona/s.
Si vamos sumando lo que hemos expuesto hasta el momento, vemos como en un aplauso intervienen múltiples variables que afectan de manera directa en su arte final. Por eso, para lograr que un aplauso sea fuerte y duradero en el tiempo, es decir, un aplausazo, el motivo que lo desencadene ha de estar lleno de valores compartidos y dignos de tal honor, sin olvidar que la persona/s a la cual se le dirige, deberá despertar en nosotros la fuerza necesaria para tal gesta.
¿Existe alguien que se merezca un aplausazo de ocho horas?
Sin duda alguna, sí: todos nosotros. Tú y yo y él y los otros y los de más allá. La mayoría de las personas hemos hecho alguna vez algo bueno a lo largo de nuestras vidas. Al abominable hombre despreciable lo vieron una vez levantado el pie para no chafar a una hormiga temeraria que cruzaba en su camino. Dedicar el mayor aplauso de la historia a todos y cada uno de nosotros, a los que estamos y a los que estuvieron, no ha de ser tomado como un gesto egocéntrico, sino de ánimo, de esperanza y de fe en nosotros mismos. Si dedicamos el aplauso más duradero a todo aquello que ha significado algo bueno y positivo, por insignificante que sea, estaremos más cerca de volverlo a repetir.